Amar al prójimo



León Tolstói

El testamento de León de Tolstói (1828 – 1910) Publicado por Caibar Schutel en la Revista Internacional de Espiritismo de 15 de abril de 1936.

 

Yo no podría detenerme ni contemporizar más. Es inútil vacilar y pensar más sobre lo que tengo que decir. La vida no espera. Mi existencia declina y de pronto puedo desaparecer. Si me es dado aún prestar algunos servicios a los hombres, si puedo hacerme perdonar mis pecados, mi vida ociosa y material, no será sino haciendo saber a los hombres mis hermanos lo que me fue dado comprender más claramente que a ellos; lo que me tortura y martiriza el corazón hace muchos años.

Todos los hombres saben, como yo, que nuestra vida no es lo que debería ser y que nos hacemos mutuamente desgraciados.

Sabemos que para ser felices y hacer dichosos a los otros, es preciso amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos; si nos es imposible hacer a nuestro semejante lo que hubimos querido que él nos hiciera, por lo menos no le hagamos lo que no queremos que él no nos haga.

Es esto lo que enseñan las religiones de todos los pueblos; es lo que mandan que hagamos, nuestra razón y nuestra conciencia.

La muerte del involucro corporal que nos amenaza cada instante, nos recuerda el carácter efímero de nuestros actos; así, la única cosa que podemos hacer y que puede llevarnos a la felicidad y a la serenidad, es obedecer cada instante lo que nos ordenan nuestra razón y conciencia, si no creyéramos en la revelación o en la enseñanza de Cristo.

En otros términos: si no podemos hacer a nuestro prójimo lo que hubimos querido que él nos hiciera, al menos no le hagamos lo que no deseamos para nosotros.

Aunque todos conozcamos hace mucho tiempo esta verdad, en vez de realizarla, los hombres se matan, roban y violentan. Y así, en vez de que vivan en la alegría, en la tranquilidad, en el amor, sufren, penan y no sienten sino odio y miedo unos de otros. En todas partes, en toda la superficie de la Tierra, los hombres tratan de disimular su vida insensata, que se olviden de sí mismos, sofrenar su sufrimiento, sin que puedan conseguirlo; el número de los desgraciados que pierden la razón y se suicidan aumenta todos los años, porque es superior a sus fuerzas soportar una vida contraria a la naturaleza humana.

Pero, debe ser, tal vez, necesario que la vida sea así; es necesaria la existencia de los emperadores, de los reyes, de los gobiernos, de los parlamentos que mandan a millones de hombres, proveídos de fusiles y de cañones, que se disparen unos sobre los otros; necesarias las fábricas y los establecimientos que producen objetos inútiles y perjudiciales, y donde millones de hombres, mujeres y niños son transformados en máquinas, sufriendo 10, 12 y 15 horas por día; necesario el despoblamiento creciente de las ciudades y la invasión de las mismas con asilos nocturnos, sus refugios de niños, sus hospitales; necesario el encarcelamiento de miles de hombres.

¿Acaso es necesario que la doctrina de Cristo, que enseña la concordia, el perdón de las ofensas, el amor al prójimo, al enemigo; sea inculcada a los hombres por sacerdotes de varias y numerosas sectas en lucha continua, y bajo fórmulas de fábulas estúpidas e inmorales sobre la creación del mundo y del hombre, sobre su castigo y su redención por Cristo, y sobre tal o cual rito, tal o cual sacramento? Tal vez, semejante estado de cosas sea natural al hombre, como es natural a las hormigas y a las abejas que vivan en sus hormigueros y en sus colmenas en continua lucha y sin otro ideal. Así, de hecho, es dicen muchos.

Pero el corazón humano no quiere creer. Siempre se sobre eleva contra la vida mentirosa y tiene siempre invitados a los hombres a que se dejen llevar por la razón y por la conciencia; y en nuestros días hace tal llamamiento más urgente que nunca.

Ya sabemos sobradamente que nuestra vida no abarca siglos, miles de años, una eternidad, y sin embargo, nos hallamos en la Tierra viviendo, pensando, amando, gozando la vida...

Y ahora podemos pasar estos setenta años - si llegamos a tal edad, porque podemos no vivir sino algunos días, algunas horas - en el disgusto, en el odio, o en la alegría y en el amor; podemos vivir con la conciencia de estar haciendo el mal, o bien, de realizar, aún imperfectamente, lo que podemos creer que sea nuestro deber.

“- Andad preparados, andad preparados, andad preparados” - decía, a los hombres, Juan Bautista.

“- Andad preparados” - decía Cristo.

“- Andad preparados” - dice la voz de Dios, tanto como la voz de la conciencia y de la razón.

Sin embargo, distingamos nuestras ocupaciones, cada uno de nuestros placeres, y preguntémonos a nosotros mismos: hacemos lo qué debemos, o gastamos inútilmente nuestra vida, (...)

Bien sé que basta una ojeada, como un caballo que hace girar una rueda; nos parece imposible detenernos para reflexionar un instante, diciendo:

“Nada de tantas reflexiones; actos sí”.

Y otros afirman:

“No es preciso, cada uno pensar en sí mismo, en nuestros deseos, cuando la obra, a cuyo servicio nos hallamos, es nuestra familia, el arte, la ciencia, la sociedad, todo por el interés general”.

Otros garantizan:

“Todo está pensado y experimentado hace mucho tiempo y nadie encontró algo mejor; sigamos, pues, nuestra vida y nada más”.

Otros, finalmente, pretenden:

“Reflexionar o no reflexionar, todo es la misma cosa; se vive y después se muere; lo mejor es, pues, vivir para el placer. Cuando se quiere reflexionar, se ve que la vida es peor que la muerte y se atenta sobre sus propios días. Así, basta de reflexiones, vivamos como podamos”.

No oigáis esas voces; para todos aquellos raciocinios, responderé simplemente:

“Atrás de mí veo la eternidad, tiempo en que yo aún no existía; delante de mí presiento la misma noche infinita en la cual la muerte puede, repentinamente tragarme. Ahora vivo y puedo, yo sé que puedo, cerrar voluntariamente los ojos para una existencia llena de miserias; pero sé que abriéndolos para mirar alrededor de mí, puedo escoger lo mejor y lo que es más bello. Así, digan lo que quieran las voces, sean cuáles sean las seducciones que me atraen, forzado que esté a la obra que haya comenzado y arrastrado por la vida que me rodea; yo me detengo, examino y reflexiono”.

He ahí lo que yo tenía que recordar a mis semejantes antes de pasar al infinito...

León Tolstói

Fin.